Mapa de la
Tierra Media
Prólogo
La luz de la luna llena se filtraba
a través de las hojas de los árboles que, como si fueran el manto de una madre,
arropaban el lugar más sagrado de los elfos. En el Manantial de aguas
transparentes se reflejaba aquel cuerpo celeste, dándole un aspecto mágico. Un
suave viento mecía las ramas más altas de aquellos árboles ancestrales dándoles
un aspecto siniestro para quien fuera inexperto en la materia, mas la persona
que caminaba entre ellos sabía perfectamente que estos danzaban siguiendo al
viento.
La verde y alta hierba bajo sus pies
descalzos formaba una alfombra mullida que lo hacía caminar con comodidad hacia
su destino. El silencio, solo roto de cuando en cuando por algún ave nocturna,
era su único compañero. El borde de su túnica blanca se teñía del color de esta
hierba por su constante rozar contra el suelo. La capa de lana oscura ocultaba
su rostro alargado y fino de cualquiera que pudiera verlo y lo abrigaba,
alejando de sus huesos el frío que comenzaba a pasarle factura.
El lugar en el que se encontraba el
Manantial apareció frente a sus ojos y una sonrisa que formó un hoyuelo en su
mejilla derecha apareció en su rostro. Había llegado.
La capucha ya no era necesaria para
ocultarse de los demás y fue retirada, dejándola caer sobre la espalda, encima
de la capa. El ser que se encontraba bajo esta era alguien hermoso. Su piel,
blanca como la porcelana. Sus ojos alargados y de un castaño imposible para ser
parte de este mundo. Sus cejas y sus orejas acababan en punta, al igual que su
barbilla y nariz también eran algo puntiagudas. Su cabello castaño, al igual
que sus ojos, caía suelto sobre su espalda. Su cuerpo era alargado y atlético,
aunque no tanto como solía ser el de los demás congéneres de su raza, la raza
de los elfos[1] o Quendi[2], como se llamaban a sí
mismos.
Parecía joven, mas no lo era. La
característica de todos los hijos de Ilúvatar[3]
era esta. Los elfos vivían durante miles de años sin que los signos de la edad
fueran patentes en su cuerpo.
El ser se adentró en el lugar
sagrado, colocándose de rodillas sobre el suelo, junto al Manantial para
realizar el ritual que le llevaría unas horas. Sin embargo, antes de comenzar a
entonar las palabras que iniciaban el ritual, las transparentes aguas titilaron
y comenzaron a formarse ondas.
El elfo se levantó y se retiró de
aquellas aguas, esperando.
Era mala señal que sin siquiera entonar
el canto del ritual, el Espíritu del Bosque decidiera aparecerse ante quién
osara invocarle. Aquello solo había sucedido en un par de ocasiones anteriormente
y no habían traído nada bueno. La primera fue cuando el Señor Oscuro forjó los
Anillos y la segunda cuando la batalla para destruir el Anillo Único casi
termina haciendo desaparecer toda la Tierra Media.
El elfo sintió un escalofrío
recorrer su cuerpo cuando una figura comenzó a emerger del agua. Lentamente,
muy lentamente el Espíritu del Bosque apareció ante sus ojos, brillando como la
luna que ya no era reflejada en el Manantial. El hijo de Ilúvatar tuvo que
cubrirse con las manos sus rasgados ojos, ya que la luz tan brillante que
emitía aquel ser le hacía daño. El lugar sagrado también fue iluminado por esta
luz, que hizo a todas las plantas florecer.
Poco a poco, la luminosidad fue
remitiendo y el elfo pudo retirar las manos de su rostro para poder observar a
la criatura que tenía ante sí. Era un ser hermoso. Su piel de porcelana. Su
rostro de infante. Su cabello rubio y rizado. Sus ojos grandes de color
castaño. Sus labios rosas. Su cuerpo, parecido al de los humanos, pero sin
dejar de parecerse al de los elfos. Era un ser.
Los elfos propagaban por el mundo
que eran la raza más antigua de la Tierra Media, pero los seres lo eran aún más
que ellos. Eran unas criaturas hermosas, tanto que la palabra perfección se les
podía aplicar y sin embargo se quedaba corta a la hora de describirlos.
—Me agrada tu visita, Lay, señor de
los elfos y protector de la ciudad-refugio de Rivendell —la voz del ser era
suave, aterciopelada y tejía un manto sobre el que tumbarse para alcanzar el
sueño eterno—. No recibo muchas en estos tiempos.
El Quendi asintió y luego inclinó un
poco su cabeza en señal de respeto hacia aquella criatura.
—Ningún elfo, hombre o enano se
atrevería a perturbar su descanso por nimiedades —comentó—. En tiempos de paz
no es necesario hacerlo.
—Mas aquí estás —sus palabras
cortaron el aire.
—No estaría aquí si no hubiera una
buena razón —contestó Lay—. Y puedo asegurar que sabe qué motivo me trae hasta
sus dominios.
—Perfectamente —el elfo asintió y el
ser tomó aire antes de continuar—. Tus sueños te atormentan y te avisan de que
algo horrible está a punto de suceder en Rivendell. Por eso has acudido a mí.
—Así es.
—Si quieres mi sabiduría, te la
daré, Lay, señor de los elfos. Pero habrás de darme algo a cambio.
—¿Qué desea?
—Primero, ¿aceptas mi condición?
Lay asintió sin pararse a pensar. Si
los elfos eran traicioneros, los seres aún lo eran más, pero no tenía tiempo
para ello, debía saber para poder proteger a su ciudad y a su familia. Si para
ello debía hacer todo lo que aquella criatura hermosa le pidiera, lo haría.
—Perfecto —el ser juntó sus pequeñas
manos por las palmas y sus dientes blancos formaron una perfecta sonrisa
durante unos momentos—. La oscuridad ha traspasado las barreras de la
ciudad-refugio de Rivendell y lo único que puedes hacer, Lay, señor de los
elfos, es huir lejos.
—¿Por qué habría de huir cuando mi
pueblo me necesita? —el hijo de Ilúvatar no entendía aquello.
—Si quieres que tus hijos sobrevivan,
es lo que habrás de hacer.
[1]
Elfos: son seres fantásticos que en las obras de J. R. R. Tolkien aparecen como seres
prácticamente inmortales, al menos para el tiempo de Arda. Entre todos los
Hijos de Ilúvatar son los más hermosos, los más valientes y los de mayor
sabiduría y poder.
[3]
Hijos de Ilúvatar: este es uno de los nombres que reciben, dentro del legendarium del escritor J. R. R. Tolkien, las criaturas que Eru Ilúvatar crea por su propia mano,
sin la intervención de ninguno de los ainur.