Chapter
I: the boy in the tower
El cielo estaba cubierto con nubes oscuras que amenazaban
con lluvia y tormenta en cualquier momento. Desde la mañana, se había ido
cubriendo poco a poco, provocando que la escasa luz que entraba por la única
ventana de aquella habitación se fuera volviendo más y más tenue, oscureciendo
el lugar y haciendo que Arthur tuviera que encender algunas velas para poder
seguir leyendo aquel libro que tantas veces había leído ya, pero del que nunca
se cansaría. Aquel libro que hablaba de reinos antiguos, de reinos prósperos,
de reinos caídos, de batallas por el honor y la justicia, de la magia de la
naturaleza, de seres más antiguos que los propios hombres que habitaban los
bosques y de artefactos mágicos que habían ayudado a los reinos a ser
invencibles. A pesar de ser el libro que más había leído de todos los que tenía
en el lugar, algo que podía ser juzgado a simple vista por el desgaste del
cuero ennegrecido con el que estaba encuadernado, Arthur no dejaba de
emocionarse por los pasajes que leía, como si fuera la primera vez que lo
hacía.
Unos golpes en la puerta provocaron que Arthur se
sobresaltara y que alzara la cabeza, descubriendo el rostro de JaHan a través
de los barrotes de hierro que cerraban el único hueco de la pesada madera al
mirar en dirección a la puerta. Debía ser la hora del almuerzo. Arthur despejó
la mesa bajo la ventana de libros y pergaminos mientras JaHan introducía la
enorme llave en la cerradura que lo separaba del mundo exterior. Muchas veces
había deseado coger aquella llave y abrir la puerta para escapar, para sentir la
hierba bajo sus pies, para observar el cielo sobre su cabeza, para correr y
saltar colina abajo, meterse en el río para sentir su agua fresca en su piel…
pero ni una de aquellas veces se había atrevido a hacerlo. No lo hizo cuando su
madre murió. No lo hizo cuando la vieja Jill era aún quien lo visitaba. Y no lo
había hecho en todos aquellos años en los que JaHan había tomado el relevo. No
lo había hecho porque era un cobarde. No lo había hecho porque no había querido
causarles problemas ni a la vieja Jill ni a JaHan.
—¿Cómo se encuentra hoy? —preguntó JaHan entrando a la habitación con una
bandeja en la que portaba un par de cuencos de comida y pan.
Arthur no respondió a
la pregunta. No acostumbraba a hacerlo, pero JaHan siempre le preguntaba cómo
se encontraba, por los escasos días en los que le contestaba algo.
—Hoy he traído directamente los platos de la
cocina, antes de que los sirvieran a la mesa principal —contó, acercándose a él
y dejando la bandeja sobre la superficie de madera, donde había hecho hueco
Arthur—. No creo que se den cuenta de que faltan un par de raciones del
banquete que se está celebrando allí abajo.
—¿Banquete? —no pudo
evitar preguntarle, curioso.
No era tan común que en
el castillo se celebraran banquetes. El Reino de la Lluvia no era más que una
pequeña región que poseía algunos terrenos de cultivo. No era un reino rico
como sí lo eran sus vecinos del norte en el Reino de las Nieves o sus vecinos
del sur en el Reino del Sol. Oro y piedras preciosas no se podían encontrar en
el reino, aunque gracias a las abundantes precipitaciones en sus tierras, el
alimento y los bosques prosperaban allí. Arthur había leído sobre aquellos
reinos vecinos y también había tenido visiones sobre ellos, cada vez que alguno
decidía querer invadir sus tierras.
—Sí —respondió JaHan—.
El otro día salió el rey de caza con algunos de los nobles de la corte y la
mayoría de la carne la han destinado a esto.
Un escalofrío recorrió
el cuerpo de Arthur, desde el principio de su columna vertebral hasta la punta
de los dedos de sus pies. Él había visto en sus sueños la caza, de la misma
forma que había visto a las gentes del reino morir de hambre. Había avisado al
rey de ello. De ambas cosas. Pero este había decidido hacer caso omiso a sus
palabras. Había decidido repartir la comida entre los nobles, entre aquellos
que no la necesitaban. Arthur observó los platos de comida que JaHan acababa de
llevarle y no pudo evitar el suspiro que escapó de sus labios.
Su cometido en aquel
lugar era ayudar al rey y al reino con sus sueños, los sueños que se volvían
realidad o no dependiendo de la toma de decisiones del rey. Desde que tenía
memoria, su madre lo había ido guiando cada vez que tenía uno de sus sueños
para que supiera qué era lo que debía hacer, cuál era el mejor camino que
aseguraba la prosperidad del reino. El rey había acudido a él para que le
contara sus sueños y lo mantenía encerrado en aquella torre desde que había
nacido simple y llanamente con aquel propósito: cambiar el destino del reino y
convertirlo en un lugar mejor. No obstante, el rey siempre había sido obstinado
y testarudo, autoritario y violento. Arthur lo había ayudado a ganar batallas con
sus sueños y había evitado la masacre del pueblo, lo había ayudado a seguir en
el poder con la esperanza de que aquello evitara un mal mayor… pero si las
gentes del Reino de la Lluvia perecían por el hambre, no quedaría nadie en el
reino a quién proteger.
Como profeta, Arthur no podía dejar que aquello
sucediera.
—¿Crees que algún día
podré salir de aquí? —le preguntó a JaHan.
El chico se sorprendió por su pregunta. Arthur vio cómo
la expresión le cambiaba completamente. Su tez siempre había estado tostada por
las horas y horas que trabajaba en el patio del castillo y los viajes que daba
a los pueblos vecinos para recoger encargos o dibujarle paisajes de los lugares
a los que iba, pero en aquellos momentos se había vueltos blanca. Sus ojos,
generalmente pequeños, se habían agrandado y eran en esos momentos el doble de
lo que era normal en él. Arthur sabía que él tenía una de las llaves que lo
encerraban en aquella torre y que, si hubiera podido, habría hecho lo posible
por abrirle la puerta para que pudiera salir de allí. No obstante, bajo pena de
muerte, el chico tenía que hacer lo que le habían asignado, tenía que llevarle
la comida dos veces al día, hacerle compañía cuando sus otras tareas se lo
permitieran y cerrar al salir con llave para que nadie más pudiera entrar o
salir del lugar. Dos guardias en la entrada de la torre se encargaban de que
solo JaHan y el rey pudieran atravesar las puertas y salir al patio.
—Lo siento —murmuró—. Sabes que no te reprocho
nada… al menos no a ti —añadió para tranquilizarlo.
—Lo siento mucho, Arthur —dijo en voz baja el
chico—. Mañana volveré a recoger los platos, me tienen que estar buscando
abajo.
—Puedes irte.
JaHan hizo una pequeña
reverencia, moviendo su cabeza y un poco el torso y Arthur le dedicó una sonrisa.
El chico se retiró entonces, caminando hacia la puerta, cerrando tras él con
llave y bajando las escaleras, perdiéndose de su vista. Arthur observó durante
unos momentos aquella puerta de madera que lo mantenía alejado del resto del
mundo, aquella puerta que nunca podría abrir, aquella puerta que lo separaba de
la realidad del pueblo que intentaba proteger con sus sueños, aquella puerta
que un día esperaba que se abriera ante él y nunca se cerrara, dejándolo por
fin salir de esa torre de la que siempre había sido preso. Arthur miró después
hacia los platos que había ante él, en la mesa, rebosantes de comida con un
aspecto y olor deliciosos y una parte de él se sintió culpable por tener acceso
a ese manjar cuando la mayoría del pueblo del Reino de la Lluvia apenas tenía
nada que llevarse a la boca; pero otra parte de él, la cual ganó en la batalla
de su mente, simplemente le decía que él también tenía que comer, para seguir
fuerte, para seguir vivo, para poder seguir soñando con un futuro mejor para todos.
Había habido ocasiones
en las que había dejado de comer, ocasiones en las que había querido el dulce
abrazo de la muerte, porque solo la muerte lo liberaría de aquella prisión en
la que se encontraba, de aquella vida monótona, fría y sin sentido que vivía…
no obstante, sus sueños lo habían obligado a seguir adelante, unos sueños en
los que la pesada puerta de madera finalmente se abría para él y alguien lo
invitaba a escapar de ese lugar. Arthur seguía adelante solo por aquellos
sueños que mantenían viva una pequeña llama de esperanza en su interior, casi
extinta por el dolor que su corazón, su cuerpo y su mente soportaban a diario.
Nunca le había hablado a nadie de aquellos sueños. No tenía tampoco muchas
personas a las que contárselos, pero Arthur ni siquiera lo había escrito, como
sí hacía con la mayoría de sus sueños, para no olvidarlos, porque los detalles
siempre eran claves para que se convirtieran en realidad y para que todo
saliera como debía. Nunca los había apuntado porque siempre eran claros,
nítidos, sin ninguna imagen confusa como el resto de sus sueños. En los sueños
en los que finalmente escapaba de la torre la habitación estaba iluminada por
tonos rojizos y anaranjados, como los del atardecer, sombras danzaban sobre
contra los muros de piedra de ésta y la puerta se abría con el sonido metálico
de la llave en la cerradura y chirriaba al ser abierta. En aquellos sueños, una
mano con un guante de cuero oscuro aparecía en el umbral y le invitaba a
cogerla. El Arthur de su sueño titubeaba, confuso, asustado, pero al final
tomaba aquella mano y atravesaba aquella puerta que siempre lo había mantenido
preso.
Arthur comió y dejó los platos vacíos sobre la misma
bandeja en la mesa para cuando JaHan volviese a por ellos. Apagó entonces todas
las velas y se dirigió hacia su cama a ciegas, conociendo perfectamente cada
centímetro de la habitación, tumbándose sobre el blando colchón de lana y paja,
preparándose para dormir, enfadado por la incompetencia del rey que gobernaba
aquel reino, que solo pensaba en acumular poder y riquezas para él mismo o los
nobles que siempre lo acompañaban y adulaban y deseando soñar que finalmente
era libre.
El sueño de esa noche, no obstante, fue completamente
diferente a lo que Arthur había deseado al irse a dormir.
En el sueño de esa noche, todo fue demasiado confuso. Las
sombras se cernían sobre el reino, oscuras y amenazantes, los paisajes que
JaHan le dibujaba eran engullidos por las llamas de una guerra que se acercaba
y, al final, una luz brillante lo envolvió todo, tan brillante, tan
esperanzadora, que Arthur se despertó sobresaltado, sintiendo todavía aquella
intensa luz tras sus párpados cada vez que cerraba sus ojos. Se incorporó en la
cama y parpadeó varias veces seguidas, rápidamente, para tratar de quitarse del
todo el sueño y despertarse. En su mente se repetían una y otra vez las escenas
que acababa de ver y trató de buscarle coherencia durante unos momentos antes
de levantarse del colchón precipitadamente y buscar un pergamino en el que
escribir y garabatearlo. Ni siquiera se dio tiempo para coger la tinta y la
pluma, solo agarró un carboncillo y se centró en su tarea. Una tenue luz
entraba por la ventana, anunciando que el amanecer estaba cerca de comenzar,
pero al sol todavía le quedaba bastante para aparecer, y con aquella leve
claridad se tuvo que conformar hasta que terminó.
Una guerra se avecinaba… una invasión, más bien, muerte y
destrucción se darían durante el proceso si se luchaba en contra de lo que se
avecinaba. Arthur tragó saliva, su garganta se había quedado repentinamente
seca. La destrucción del Reino de la Lluvia se avecinaba y la única forma de
que ésta no sucediera era dejar que éste fuera invadido sin oponer resistencia.
Durante unos momentos, Arthur no hizo más que mirar el pergamino que había
garabateado, planteándose una y otra vez que otra cosa podía interpretar con
aquellos retazos que habían aparecido en su sueño… pero por más que lo intentó,
aquel destello deslumbrante al final de éste lo había llenado de calidez, de
tranquilidad y de paz y eso solo podía significar que la amenaza realmente no
era una amenaza si no se luchaba contra ella. Solo se debía dejar que se
internara hasta el corazón del reino para que éste fuera salvado.
Arthur se mordió el labio inferior. Tenía una decisión
muy importante que tomar, probablemente la decisión más importante de toda su
vida.
Él estaba allí, encerrado en aquella torre, como
consejero del rey, como ayudante para que el reino prosperara. Sus sueños
actuaban como profecías. Él era un profeta que vaticinaba el futuro
interpretando sus sueños y sus decisiones en cómo narrárselos al rey siempre
determinaban cómo éste actuaba ante ellos, aunque había algunas ocasiones en
las que el rey decidía cosas completamente diferentes a las que Arthur le había
aconsejado y, por lo tanto, todo acababa repercutiendo en el bienestar del
reino. Como aquella última ocasión. Él lo había avisado sobre la abundante caza
en los márgenes occidentales de la comarca y le había dicho que era suficiente
para que el pueblo no pasara hambre. Su intención había sido que el monarca
tomara la decisión de dejar que las gentes del pueblo cazaran allí, pero éste
había ido de caza solo con los nobles para darse un festín la noche anterior.
Aquello todavía le revolvía las tripas a Arthur, porque su intención había sido
completamente modificada a través de la toma de decisiones del rey y aquello traería
consecuencias negativas.
Todavía seguía dándole vueltas al asunto cuando escuchó
cómo la puerta se abría al girar la llave dentro de la cerradura y rápidamente
alzó su cabeza del pergamino y lo escondió bajo otros. Para cuando la puerta se
hubo abierto por completo, dejando paso al rey, Arthur había conseguido
aparentar completa normalidad, calmando su corazón y mente para que éste no
pudiera ver su inquietud y acabara sonsacándole qué era lo que había visto en
su último sueño.
—Majestad —murmuró, a modo de saludo.
El rey, un hombre de
mediana edad, pelo entrecano y porte regio, solo realizó un pequeño
asentimiento con su cabeza, reconociendo aquel saludo y devolviéndolo de esa
forma. Arthur esperó a que éste avanzara por la habitación y se colocara a tan
solo unos pasos de él para indicarle que podía sentarse, si quería, en la silla
que él había estado ocupando hasta hacía unos momentos. El rey lo rechazó y
simplemente comenzó a hablar, yendo al grano, como siempre hacía. Nunca le
preguntaba cómo se encontraba, qué necesitaba o si estaba bien en aquel lugar…
pero la misma pregunta salía de sus labios una y otra vez cada vez que iba a
visitarlo.
—¿Has tenido algún
sueño estos días, chico?
“Chico”. Ni una vez lo
había llamado por su nombre. No lo había hecho cuando era pequeño y su madre
todavía vivía allí con él y tampoco lo había hecho después de que ésta muriera.
Arthur se había acostumbrado a aquel trato porque era el único que recibía por
parte del monarca, pero había ocasiones en las que sentía que necesitaba algo
más. Sabía que aquel hombre era el rey y que tampoco podía tratarlo como a un
igual, porque no lo era, Arthur era el profeta del reino, pero también era su
prisionero y no tenía derecho tampoco a que el rey lo tratase de otra forma.
Aquel día, no obstante, aquel desdén en el tono de voz del hombre, aquel casi
hastío por tener que estar allí y aquella mirada penetrante que no se despegaba
de su cuerpo, apenas cubierto, provocaron que Arthur sintiera que quizás
merecía algo más que aquello. Algo que no iba a conseguir del rey jamás… pero
que sí conseguiría de otra forma, así que, por primera vez en toda su vida,
mintió. Omitió por completo el sueño que había tenido aquella noche y su
significado porque aquel rey que solo buscaba el poder y la riqueza propia,
pero despreciaba a su pueblo no merecía seguir ostentando aquel cargo.
—No… majestad… —respondió, tratando que no le
temblara la voz—. No he tenido ningún sueño en los últimos días.
El hombre lo miro a los
ojos fijamente, como si tratara de discernir si estaba diciéndole la verdad o
no, pero Arthur le mantuvo la mirada, firme. No iba a conseguir de él la verdad
y no iba a conseguir que lo avisara de lo que estaba por venir.
—Está bien —dijo el rey—.
Si tienes algún sueño, dale un mensaje al chico que viene a traerte la comida
para que me lo entregue y vendré.
—Claro, majestad.
El rey pareció
satisfecho con aquello y después se retiró de aquella habitación en lo alto de
la torre más alta del castillo, cerrando la puerta a sus espaldas con la llave.
Arthur solo se permitió respirar profundamente cuando el eco de sus pisadas
bajando las escaleras dejó de resonar y ser audible allí arriba y entonces
buscó entre sus pergaminos aquel en el que había garabateado momentos antes
apuntes y dibujos sobre las escenas que había visto en su sueño esa noche. Lo
miró durante unos momentos más y sintió que había hecho lo correcto no
contándole al rey sobre ello. Arthur simplemente encendió una vela y comenzó a
quemar el pergamino con cuidado, no queriendo dejar ni un solo rastro de él en
el lugar, esperando que, con aquella acción, el Reino de la Lluvia y él mismo,
pudieran comenzar una nueva era.
🗡️ 👑
—Dann, mi señor —dijo Jack, uno de sus mejores
guerreros al llegar hasta él, colocando su caballo en paralelo al suyo—. No
hemos encontrado ninguna resistencia en el camino a la capital del reino, los
aldeanos solo se esconden en sus casas y nadie se enfrenta a nosotros.
Dann asintió, moviendo su cabeza levemente para darle a
entender al otro que lo había escuchado, pero no respondió de otra forma. Jack
le hizo una leve reverencia y después ordenó a su caballo alejarse de él,
volviendo a la avanzadilla de aquel pequeño ejército del cual era el segundo al
mando. Las noticias que había llevado hasta Dann eran casi idénticas a las que
éste había estado recibiendo los anteriores días, desde que habían cruzado la
frontera oeste del Reino de la Lluvia. Se habían encontrado en su camino con
varias aldeas y ciudades un poco más grandes, pero en ninguna de ellas habían
obtenido resistencia. Nadie les había salido al paso para luchar contra ellos y
aquellos que se habían atrevido a acercarse a su ejército, lo habían hecho con
la intención de unirse a ellos, algo que a Dann le había sorprendido y también
encantado a partes iguales porque cuando había escuchado noticias sobre el
Reino de la Lluvia y la situación en la que se encontraba mientras vagaba por
el Reino de las Nubes, nunca se había imaginado que fuera tan terrible.
La gente de los pueblos que se les habían unido, haciendo
que su pequeña partida formada por los pocos hombres que le eran leales se
convirtiera en un pequeño ejército con el que se podrían enfrentar a las
fuerzas que tuviera el rey en la capital, hablaban, contaban muchas cosas y
Dann estaba encantado de escucharlos hablar porque así se hacía una mejor idea
de lo que podría encontrarse en su camino más adelante. La población pasaba
hambre a pesar de que el Reino de la Lluvia siempre había sido próspero porque
las lluvias favorecían las cosechas; sin embargo, muchas de ellas se habían
echado a perder porque del cielo habían caído granizos en vez de agua y la caza
en los bosques no estaba permitida si el noble que dirigía cada región en
nombre del rey no lo permitía, pero éstos habían estado usando los bosques como
zona de recreo para ellos mismos y muchos acababan pasando meses en la capital,
en el castillo junto al rey, para ganarse su favor porque éste aún no tenía
descendencia y no había nadie que pudiera heredar el trono. El pueblo había
perdido la fe en su monarca, un monarca que jamás había movido un dedo por
ellos y que dejaba que pasasen hambre mientras los ahogaba en impuestos
mientras él y su corte de nobles vivían rodeados de lujo y tirando la comida que
sobraba. Se sentían abandonados a su suerte y habían rezado a Dios para que
alguien los salvara, así que, cuando había aparecido Dann en sus tierras, no
habían querido hacerle frente. Le temían porque era una fuerza extranjera, pero
creían que él podía salvarlos de aquel rey tiránico que llevaba veinte años
gobernándolos.
Dann había sentido un nuevo peso en su espada al saber la
fe que el pueblo del Reino de la Lluvia tenía puesta en él, un peso que en
ocasiones le quitaba el aliento, pero que en otras lo hacía avanzar con paso
firme, queriendo demostrar que él era mucho mejor de lo que todos habían
pensado siempre.
No hacía más que un par de años que había sido exiliado
por su padre, que lo había creído incapaz de gobernar su reino, prefiriendo a
su hermano menor como heredero al trono y, desde entonces, había vagado sin
rumbo por los reinos cercanos junto con un pequeño grupo de nobles, caballeros
y algún que otro campesino y sirviente que le eran leales. Dann había
descubierto grandes maravillas en el Reino de la Nieve, todo parecía relucir en
aquel lugar, con brillo, con fuerza, pero sus gentes eran oscuras, lúgubres,
desconfiadas, mostrando una doble cara que desde el principio le había puesto
los pelos de punta; mientras que en el Reino del Sol había sido al contrario,
el desierto los había recibido fuerte, implacable, pero sus gentes habían sido
amables y cálidas con ellos, las riquezas procedían no solo del interior de la
tierra, sino del corazón de aquellos que vivían allí. Habían pasado brevemente
por el Reino de las flores de cerezo, solo bordeando su frontera, sin querer
perturbar la paz de éste, de la misma forma que lo habían hecho con el Reino de
las Nubes antes de cruzar al Reino de la Lluvia, porque Dann no había querido
entrar en guerra con ninguno de los dos reinos, que podían haberlo considerado
una amenaza.
Sin embargo, el joven que un día había sido el príncipe
heredero al trono de su padre, creía que ya había llegado el momento de
asentarse y el Reino de la Lluvia le estaba brindando aquella oportunidad en
bandeja.
Realmente habían entrado a aquel reino sin mucha
esperanza, solo con la intención de tentar un poco su suerte, pero no solo la
suerte les había sonreído, Dann estaba seguro de que había algo mucho más allá,
mucho más profundo y místico que estaba haciendo que su camino fuera tan fácil,
como si caminara por un hermoso jardín lleno de rosas. Él siempre había sido
alguien de fe, siempre había creído que Dios estaba allí para guardarlos y
protegerlos y que, si de alguna forma, ocurría algo malo, era porque Dios le
estaba probando y le tenía un destino mucho más glorioso después de las
calamidades. Aquello era lo que lo había hecho seguir adelante después de su
exilio y aquello era lo que lo seguía haciendo avanzar hacia la capital, sin
prisa, pero sin pausa, con la certeza de que Dios estaba guiando su camino,
haciendo que éste fuera más fácil de recorrer, sin ninguna piedra que pudiera
cruzarse en medio, frenando y entorpeciendo su avance; no obstante, aunque Dios
estuviera de su parte y la suerte le sonriera, Dann no podía dejar de andar con
pies de plomo porque en cualquier momento, podía aparecer alguna amenaza
inesperada que lo cambiara todo y su pequeña incursión en el Reino de la Lluvia
podía acabar convirtiéndose en un baño de sangre. El hermoso jardín de rosas
era un buen paralelismo por ello, era agradable, era precioso, pero si por
algún motivo te descuidabas, las espinas podían rasgar tu piel y hacerte
heridas.
Para Dann no dejaba de ser curioso y extraño, a pesar de
la situación en la que el reino se encontraba, pero él seguiría avanzando hasta
el final, hasta que llegase a la capital. No les quedaba mucho camino, habían
entrado en la comarca el día anterior, por lo que, marchando durante todo el
día, debían de llegar a las afueras del castillo. Según los aldeanos que los
acompañaban, podrían montar su campamento en el lado norte del río, escondidos
tras un promontorio en el que se abría un pequeño valle, donde no los podrían
ver desde el castillo y allí descansarían hasta que entraran en batalla.
~
—Todavía no saben que estamos aquí —comentó Dann—,
pero no podemos retrasar más nuestro ataque porque tarde o temprano llegará a
oídos del rey nuestra llegada, que todavía no lo haya hecho es casi un milagro,
así que, tenemos que hacerlo ya, atacarlos antes de que estén preparados.
—Las murallas del castillo están todavía
resentidas después del ataque que sufrieron la primavera pasada del Reino de la
Nieve —dijo Jack—. Sus puertas tampoco fueron reparadas debidamente y creo que
con una mínima presión se podrían abrir si las cerraran, pero durante el día
las mantienen abiertas, si nos acercamos al castillo sin que nos vean hasta el
último momento podríamos tener aún más ventaja —les explicó a él y a los pocos
nobles que habían seguido a Dann desde su exilio—. No somos los suficientes
para un asedio largo, pero ellos podrían aguantar un tiempo dentro del castillo
y al final hacernos caer, es mejor llegar por sorpresa, atacar rápido y
asegurar el control del castillo en unas pocas horas.
—¿Qué sugieres? —le
preguntó Dann, después de todo, Jack había sido uno de los que había estado
rondando el castillo en los anteriores días, buscando sus puntos débiles y
averiguando los horarios del castillo junto con algunos de los campesinos.
—Podemos ocultarnos entre las sombras del
atardecer, antes de que cierren las puertas y asaltarlos mientras se preparan
para la cena —respondió éste—. No creo que tardemos demasiado en hacerlos caer,
por muchos que se encuentren en el castillo, entre nobleza y guerreros, si no
tienen sus armas a mano porque no tienen noticias de ninguna amenaza, no pueden
detenernos.
Dann escuchó después
las opiniones del resto del grupo que se había reunido en su tienda para trazar
su estrategia y fueron añadiendo detalles a lo que Jack había propuesto hasta
que decidieron la mejor forma de atacar aquel castillo y salir victoriosos. No era
un plan complejo, más bien era rápido, pero contaba con el factor sorpresa de
que nadie los esperaba allí, por lo que debían llevarlo a cabo con la mayor
brevedad posible.
—Atacaremos esta noche —dijo
Dann, tomando la decisión final tras la discusión—. Avisad en el campamento
para que todo el mundo esté preparado.
Sus hombres asintieron
y salieron de su tienda para comenzar con los preparativos para el ataque,
hablando con todos los que se encontraban en el campamento, explicando los
detalles, terminando de conseguir todo tipo de armas. No todos podían
permitirse espadas o arcos, pero abundaban las hachas, azadones, guadañas,
hoces, horcas o rastrillos entre los campesinos y con aquellas herramientas
podían hacer bastante daño e incluso matar. Habían tenido un pequeño
entrenamiento en los días que habían estado simplemente esperando en el
campamento y muchos de ellos habían aprendido a manejarse bien en el cuerpo a
cuerpo y podrían presentar batalla incluso a un guerrero experimentado. Dann se
había querido asegurar de que estuvieran preparados para perder al menor número
de hombres posible en el ataque y no tenía nada por lo que preocuparse, todo
acabaría saliendo bien incluso con algunas bajas.
El día se pasó rápido y
lento a la vez, la expectación creciendo a medida que las horas pasaban en
aquel pequeño ejército y Dann mismo porque hacía tiempo que no entraba en
batalla y que no luchaba por su vida, pero su cuerpo no había olvidado lo que
era y estaba completamente preparado para tomar aquel castillo y liberar al
pueblo del Reino de la Lluvia de aquel gobernante que solo los oprimía. Cuando
finalmente la hora llegó, el sol empezando a perderse en el horizonte, creando
sombras en el terreno, justo antes de que las puertas fueran cerradas, el
pequeño ejército de Dann avanzó hasta el castillo, rápido, en silencio,
llevando a cabo su plan, pillándolos desprevenidos. Para cuando la gente en el
castillo se dio cuenta de lo que pasaba, ellos ya estaban entrando por la
puerta sin ninguna resistencia.
Gritos, órdenes, el
ruido del metal contra metal. El choque fue fuerte y brutal a pesar de que
habían llegado por sorpresa y no estaban preparados ni prevenidos en el
castillo.
Dann blandió su espada contra su oponente, con fuerza, con precisión, cortando
su carne y provocando que la sangre manara de su herida, salpicando su rostro.
El hombre ante él cayó al suelo exhalando su último aliento y Dann pasó sobre
él, sin siquiera dedicarle una mirada, solo avanzando entre el caos que se
encontraba ante él. Sangre y muerte, humo y fuego, aullidos de dolor y
silencio. Todos los que se cruzaron en su camino acabaron pereciendo bajo el
filo de su espada y no fueron muchos los que se atrevieron a combatir contra
él. Su figura ni de lejos la más imponente, pero vestido de negro, su cuerpo
envuelto por el grueso cuero y el metal de su armadura, su espada larga y su
manejo del arma, asesinando incluso desde la distancia, provocaba que todos
tratasen de evitarlo lo máximo posible.
La noche caía, las antorchas se encendían, el campo de
batalla se extendía desde el patio de armas interno del castillo hasta el
interior de éste, en sus pasillos… y el fuego no solo se encontraba en las
antorchas, la torre más alta del castillo también ardía. Dann alzó su vista
durante un segundo al lugar y le pareció ver una silueta en una de las
ventanas, pero se volvió a centrar en lo que se extendía ante él, los pocos
combatientes que todavía quedaban en pie y que seguían luchando contra ellos,
agarrando la empuñadura de su espada con su enguantada mano con fuerza. Muchos
habían caído, muertos o heridos de gravedad, otros habían sido capturados y
apartados, mientras sus hombres mermaban la resistencia.
El cuerpo de un chico se colocó ante él y Dann blandió su
espada en su dirección, pero se detuvo antes de tocar su cuerpo. El muchacho no
llevaba armas y había abierto sus brazos en cruz, con una mirada en sus ojos
color café completamente desesperada, así que, Dann bajó su espada y dejó que
el chico se le acercara.
—Hay alguien en la torre que necesita ayuda —le
dijo, la urgencia tiñendo su voz grave—. El rey lo está intentando quemar vivo.
¡Necesitamos sacarlo de ahí!
—¿El rey? —preguntó, confuso.
—Por favor… por favor,
ayúdame… ayuda a Arthur… —le pidió el chico, con lágrimas apareciendo en sus
ojos.
Dann no supo el por
qué, pero a pesar de que sabía que no debía de fiarse de nadie en aquel lugar
por si le estaban tendiendo una emboscada, no pudo evitar asentir y seguir al
muchacho a través del patio de armas hasta la torre que ardía. No sabía si
había sido porque el chico parecía simplemente un sirviente, con su ropa
harapienta y manchada, preocupado por alguien a quien debía lealtad o porque la
mención del rey lo había tentado lo suficiente, porque si él mataba al rey, el
resto dejaría de luchar y podría acceder de una forma mucho más fácil al trono,
asentándose en aquel reino. Quizás fuera demasiado fácil, quizás fuera una
trampa, no podía estar seguro de ello, pero tenía que intentarlo al menos.
La puerta de la torre
estaba abierta y el humo bajaba por las escaleras. El muchacho le señalizó que
arriba se encontraba a quien debían de salvar y después comenzó a correr
escaleras arriba, con Dann tras él, guardando su espada en su funda. Las
escaleras eran empinadas, de piedra, resbaladizas, apenas podía ver por el
humo, que se iba espesando con cada tramo que subía, pero Dann no dejó de
correr, ni dejó de subir, hasta que finalmente llegó hasta arriba, chocándose
contra el cuerpo del chico que lo había llevado allí, que se había detenido y trataba
de abrir la enorme y puerta de madera con una llave, pero las manos le
temblaban. En el interior, a través de los barrotes que había en la parte
superior de la puerta, Dann pudo ver cómo el fuego lo estaba consumiendo todo y
cómo en este se vislumbraban las figuras de dos personas que forcejeaban.
—¡AYUDA! —un grito
desesperado desde el interior que tensó el cuerpo del muchacho que se
encontraba ante él, tratando de abrir la puerta.
—¡Arthur! —gritó en
respuesta.
—¡JaHan! ¡Ayúdame, por
favor! —gritó la persona en la habitación al reconocer la voz.
El muchacho que había
sido llamado JaHan finalmente encajó la llave en la cerradura y cuando la
puerta se abrió Dann entró en la habitación. El humo era muchísimo más denso
allí y lo hizo toser, además de picarle en los ojos, pero no perdió más tiempo
y simplemente avanzó por el lugar, hacia las dos figuras que forcejeaban en la
cama. Un hombre bastante corpulento estaba sobre un muchacho, reteniéndole las
manos por encima de su cabeza mientras intentaba forzarlo a pesar de que el
muchacho se resistía. Dann apretó sus dientes y no tardó ni un solo segundo en
sacar su espada y atravesar el cuerpo del hombre por la espalda. Éste gritó de
dolor y se retorció, expulsando sangre por su boca, sobre el muchacho y sobre
la cama, soltando finalmente su agarre del chico, quién lo empujó y se lo quitó
de encima con rapidez, levantándose de la cama, trastabillando, tratando de
tapar al máximo su cuerpo desnudo con sus ropas rasgadas. Cuando alzó su mirada
hacia él, sus ojos casi dorados lo observaron con gratitud y algo más que Dann
no pudo identificar en aquellos momentos, porque su mente no funcionaba como
debía de hacerlo. Su corazón latía rápidamente dentro de su pecho, por la
adrenalina de la batalla y por esa mirada clara que lo acababa de desarmar por
completo, aquella mirada clara que no podía dejar de observar porque sus ojos
estaban fijos en los suyos y lo hacían sentir algo que no había sentido jamás.
Algo cayó del techo y el muchacho gritó,
provocando que volviera en sí. Dann sacó su espada del cuerpo de aquel hombre,
que imaginaba que sería el rey, y éste cayó inerte sobre el colchón. No sabía
quién sería aquel chico, en el momento ni siquiera le interesaba, solo debía de
ser alguien lo suficientemente importante como para que estuviera allí
encerrado en esa torre y el monarca del Reino de la Lluvia prefiriera morir con
él, mientras lo forzaba, antes de que lo matase un invasor. Guardó su espada de
nuevo y después le tendió su mano enguantada al muchacho, que la tomó sin
dudar, tirando de él, para sacarlo de la torre en llamas antes de que ésta se
derrumbara por el fuego. Ya tendría el tiempo suficiente para hacer las
pertinentes preguntas, en aquel momento, era mucho más importante salir de allí
vivos.
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